Sobre Decálogo del buen traductor literario de Helena Cortés Gabaudan.
Para quienes desean dedicarse exclusivamente a la traducción literaria, la autora Helena Cortés Gabaudan provee un excelente aporte como materia de estudio y de comprensión personal en este decálogo. Cada uno de cuyos puntos a destacar presentan conclusiones eficientes y buenas pero quizás no tan válidas o certeras para quienes tengan un segundo argumento sobre la comparación que ella hace sobre la escritura y la traducción: los escritores.
Sin embargo, como escritora no profesional, debo aclarar que la tan dicha frase recalcada en este decálogo que lee “sólo el que escribe bien traduce bien” o “si te gusta escribir, entonces también traducir” es totalmente erróneo ya que un novelista o escritor de cuentos cortos tiene una mente diseñada para la creación de mundos propios y no para la producción de mundos ajenos en otro idioma. Además, cuando habla de “si nunca ganaste un premio de redacción…” – difiero absolutamente en ello debido a que la buena redacción no hace al buen escritor, pero si acompaña la acción de escribir propiamente dicha. No obstante, las palabras no generan el mundo que el escritor tiene en la cabeza o a los personajes de su imaginación, sino que ayudan a transmitir esas ideas a quienes comparten la cultura y lengua del escritor.
El traductor literario no es más que un intérprete y lingüísta de mundos ajenos y transmisor de ideas del escritor. Ni bien estoy diciendo que quien sea un traductor literario (un buen traductor literario) sea un individuo lleno de cultura, conocimientos varios, y sobre todo, que tenga una mente analítica, abierta, audaz y perspicaz para entender cualquier producto de la creación de la mente de cualquier loco escritor. Aun así, el traductor literario está atado a la subjetividad del autor de la obra, es decir, si en caso de que tenga que traducir un producto meramente ajeno a toda sensatez lógica, ética y moral, el traductor no puede sólo abstraerse del texto origen y corregir lo que no debe ser correcto ya que pondría en juego la humildad o fidelidad del texto origen. En cambio, el escritor puede libremente sustraerse de toda incompatibilidad moral de cualquier texto, pero tampoco corregirlo.
El traductor literario es el autor real de toda producción de obras literarias ajenas en la lengua meta, pero carece del permiso de poder salpimentar la obra con una pequeña pizca de su toque personal ya que la Humildad que hace enfoque la autora de éste decálogo es sumamente importante para ser un buen traductor literario. El escritor goza de toda libertad lingüística y no yace aprisionado bajo ataduras de códigos de traductología. Defino al traductor literario como un buen samaritano aplicado a ambas lenguas que se somete a la voluntad escrita como norma irrompible del autor que escribió esa misma norma. Y, por tanto, describo al escritor como un profeta que siempre desafía los códigos de redacción y las leyes de pensamiento cotidiano para involucrarse dentro de un mundo, creado por su ingenio e imaginación, paralelo al mundo real.
En conclusión, el traductor literario sigue órdenes escritas, en cambio el escritor es quien las escribe. En simple palabras, como ya he descrito, el traductor literario puede no ser un escritor como también un escritor literario puede no ser un buen traductor literario. La traducción y la escritura literaria son dos oficios totalmente diferentes.