Conocemos a la música como “el arte de combinar sonidos en forma sistemática y bajo un orden dialéctico”.
Esta concepción de “Música” nos brindó históricamente un gran desarrollo teórico – práctico de sus aspectos científicos. Relegando notablemente la noción de lo creativo, dejando apenas un puñado de sensibilidad destinado a la interpretación de obras ya existentes. Lo que inevitablemente desemboca en un resultado invariable: El número de intérpretes supera ampliamente al de compositores.
Según la tradición popular una composición musical puede provenir de “cierta inspiración mística” que puede alcanzarnos como un ataque sorpresa provocándonos una especie de catarsis emocional que nos lleve a crear compulsivamente sin importar hora, lugar y contexto en el que nos encontremos. O bien deberíamos encontrar una musa inspiradora hasta en la luz titilante de un semáforo descompuesto.
No vamos a desechar por completo estas posibilidades pero... no es el único camino creativo.
Entonces, ¿de qué se trata el acto de componer?
Todas las artes tienen un territorio común para imaginar. Cuando nos acercamos a este territorio nos encontramos con los 3 elementos fundamentales con los que vamos a trabajar en un principio: sensibilidad – imaginación – sinceridad.
Cabe aclarar que los 3 elementos (sensibilidad, imaginación y sinceridad) los vamos a utilizar continuamente y en simultáneo. Deben formar un bloque compacto que no se separe nunca.
¿Cuál es la ruta de acceso a dicho territorio? La incertidumbre. Aquí vamos a diferenciarnos del pensamiento popular. Cuando componemos no buscamos ni esperamos una inspiración, sino una motivación, un propósito.
La incertidumbre nos conduce a determinadas preguntas a las cuales tenemos que darles un orden de prioridad. En realidad hay una pregunta que debe ocupar el primer lugar siempre: “¿Para qué?”.
¿Para qué componemos? Es solo el primer paso. Es el primer motor que se enciende como motivación expresiva. Podemos no saber "qué", ni "cómo". Pero si establecemos el “para qué”, vamos a tener un camino creativo mucho más definido y por ende más estable y consistente.
Como compositores es nuestro deber cuestionar hasta a la definición misma de la música. El compositor no es un combinador, sino un transformador. Componer no es traducir a música, describir en música o contar con música, sino expresarse a través de la música. Se trata de llevar nuestras ideas hacia los sonidos y silencios, para comandarlos, conducirlos y gobernarlos.
Jorge Luis Borges llamó a aquellos escritores que “florean” un lenguaje sin sentido artístico: “desordenadores de diccionarios”.
No es suficiente con reordenar notas, acordes, figuras, escalas sin un fin, sin un sentido.