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Sobre la loable actitud de aprobar sin aprender

Abundantes han sido las veces en que la educación ha sido sacralizada, cosa que está en notable contradicción con la misma esencia de la naturaleza humana, cuyo cerebro elige, de lo que se estudia, qué retener y qué no. Por esto mismo me parece un craso error el pretender que los estudiantes aprendan literalmente todo lo que el sistema educativo quiere; el ser humano no funciona así, por lo que considero deber más del profesor que del sistema educativo, ofrecer una amplia gama de conocimientos al alumno, permitiéndole ejercer su derecho al interés.

Es decir, si no le interesan las matemáticas (como a mí), que el estudiante se limite a estudiar la materia solo para aprobarla y no aprender está más que perfecto. Al fin y al cabo, nosotros los adultos somos conscientes de que no todo lo que hemos aprendido en el colegio ha sido de utilidad alguna; sin ir más lejos, en mi caso, puedo asegurar que un alumno de primaria sabe más que yo de Ciencia e Historia, y que prácticamente nada de lo que hago hoy en día es consecuencia del programa educativo, a excepción de la lengua inglesa, de la cual tuve el privilegio de estudiar formalmente durante varios años.

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Lo que quiero decir con todo esto es que el sistema educativo contemporáneo se basa en una premisa milenariamente falaz (además de antitética): la imposición del interés intelectual. El hombre es dueño de aprender lo que quiera, independientemente si eso va a en detrimento o no de los intereses de la sociedad, el mercado laboral, la patria, el Estado y todo el etcétera, ese de estupideces que ustedes ya saben, y que no por ello es válido que los profesores y autoridades impongan excesivamente un conocimiento que a los alumnos no les interesa.

Muchos de los argumentos esgrimidos a favor de ello es que los profesores, por el solo hecho de ser adultos, saben más de la vida que los niños y que, por esto, deben ser sus guías. A mí me parece más bien lo contrario: los niños son quienes tienen que guiarnos a nosotros en muchos aspectos de la vida, amén de que ellos son más rápidos para entender las herramientas tecnológicas que ofrece el presente siglo; y si bien es cierto que los niños y jóvenes de hoy en día no tienen un horizonte fijo, no menos cierto es que muchos adultos (muchos profesores, por no decir los responsables del país) están igual de perdidos.

Por esto, considero que equilibrar la balanza sería lo ideal: que los adultos aprendan algo de los niños y los niños de los adultos, pero no todo, y bajo ningún punto de vista de forma autoritaria, ya que esto no solo obstaculiza la enseñanza, sino que hasta produce un rechazo instintivo por parte del sujeto, lo que resulta contraproducente para el objetivo mismo de la educación.

Como consecuencia de esto, muy modestamente propongo que el alumno aprenda lo que está solo dentro de sus intereses, alabándolo, por otra parte, si ridiculiza el sistema educativo, estudiando de memoria solo para aprobar y luego no tener que saber nada con las materias que no le interesan, si así lo desea. Tengamos presentes, estimados, adultos, que nada hay tan glorioso, placentero y recreativo como el ocio (al fin y al cabo, la palabra «escuela» significa precisamente eso, ocio), y estar pidiendo que el alumno aprenda siempre es negarle un buen tiempo de ocio en su casa y en la escuela, pues el ocio es lo único que verdaderamente lo hará libre y curioso (recuérdese que todo hombre tiende al saber, tendencia que puede ser reforzada y afinada por obra y gracia de la curiosidad).

Naturalmente que a muchos les parecerá un disparate lo que estoy enseñando, pero ustedes no deberían estar interesados ni en aprender ni en aprobar; tan solo dedicarse perene e irremediablemente al ocio, al igual que yo al escribir esta nota.