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Nacionalismo populista como moda extranjera.

Desde su nacimiento el nacionalismo vernáculo argumentó que la ideología liberal o republicana era foránea y opuesta a la “verdadera” tradición argentina. Dijeron, por ejemplo, que la Constitución Nacional es una copia de la Constitución Norteamericana, que el liberalismo político es algo ajeno al caudillismo propio de las tierras de nuestro interior y, que dicha influencia, se produjo a través de ciertos “agentes extranjerizantes” como Alberdi, Echeverria, Sarmiento o, en palabras del mismo Perón, la línea “masónica-anglosajona”[1]. Frente a esa línea contraponen fuerzas netamente autóctonas como los caudillos federales, Rosas, Perón y, recientemente, el kirchnerismo.

Ese pensamiento no sólo es erróneo sino que la geopolítica actual demuestra todo lo contrario, a saber; si realmente existe un nacionalismo argentino ese debe ser republicano. La explicación es simple, hoy Estados Unidos y parte de Europa están dirigidos por fuerzas nacionalistas y populistas. Hoy ser populista y nacionalista es una moda extranjera.

Quizás uno de los intelectuales que identificó de manera más clara la contradicción fundamental del nacionalismo argentino haya sido el mismo Jorge Luis Borges. En su ensayo El Escritor Argentino y la Tradición, Borges apunta a la teoría de Lugones sobre “(…) que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. (…)”. El nacionalismo argentino literario, al igual que el político, afirmaba que la tradición literaria argentina existía en la poesía gauchesca, que allí se encontraba una suerte de “esencia” del ser nacional.

La poesía para ser “verdaderamente” argentina debía, según esas ideas, abundar en rasgos diferenciales argentinos y de color local. Contra esto, Borges -que solía tratar temas universales en su literatura- sostenía que “(…) no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiera negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo. (…)”.

Estas ideas que Borges esgrimía contra el nacionalismo literario argentino podríamos, de manera análoga, aplicarlas contra el actual nacionalismo político argentino. Si tomamos la última oración, le cambiamos algunas palabras, y la adaptamos a la actual coyuntura política internacional, podríamos afirmar que “el culto argentino por el populismo es un reciente culto europeo –y agregarle: norteamericano- que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo”. Hoy queda más claro que nunca: el nacionalismo en estas tierras es lo verdaderamente foráneo y apátrida. Pensemos en Trump, Le Pen, Putin o el Brexit.

Borges iba mucho más allá y afirmaba que “(…) lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio, un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecernos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local. (…)”.

Cuando un militante hace demasiado hincapié en ser nacionalista o progresista pareciera que intenta crear una imagen que no surge naturalmente. La verdadera raíz argentina, si es que ésta existe, no es otra que un profundo humanismo liberal y cosmopolita. El amor a la diferencia y el respeto por la libertad es innegablemente la razón de ser de nuestra república. No queda más que pensar en el espíritu de mayo y la clara influencia de las logias masónicas profundamente liberales (hasta se podría investigar el símbolo del Sol de Mayo como emblema nacional y su vinculación esotérica).

Abundan los ejemplos de que lo verdaderamente autóctono es nuestro espíritu republicano: hay uno en especial que lo encontramos en nuestra constitución. Es cierto que gran parte de nuestra Carta Magna proviene de las ideas liberales norteamericanas (que tampoco son propias de ese país). Pero hay un artículo que sobresale, es el famoso artículo 29 de la Constitución Nacional el cual afirma que el congreso o las legislaturas provinciales no pueden conceder a sus respectivos ejecutivos “facultades extraordinarias” o “la suma del poder público” y otorgarle “sumisiones” o “supremacías” por las que la vida, el honor o la fortuna de los argentinos queden a merced de gobierno o de persona alguna, en dicho caso, quienes “formulen”, “consientan” o “firmen” tales actos quedan sujetos a la pena de “infames traidores a la patria”.

Dicho artículo es quizás el más genuinamente “argentino” y debería ser reivindicado por los nacionalistas, cosa que veo improbable. Bidart Campos afirma que “(…) Tal vez es ésta la norma más genuinamente autóctona de nuestra constitución formal, como proviene de la dolorosa experiencia vivida en la génesis constitucional durante la tiranía de Rosas. La suma del poder y las facultades extraordinarias que invistió el gobernador de Buenos Aires dan razón suficiente y elocuente de la prevención y prohibición de los constituyentes de 1863, que elaboraron con originalidad propia la norma descriptiva (…)”[2].

Borges, en su cruzada contra un nacionalismo castrador de la creatividad argentina se preguntaba “(…) ¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta si esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental, porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso –dice- a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas. (…)”.

Creo sin temor a exagerar que nuestro país como vanguardia, pero latinoamericana en general, está poco a poco cumpliendo con su destino: ser la continuidad histórica a través de la cual renace la tradición occidental. Debemos crear lo nuevo con esa innovación propia de un hijo irreverente de Europa. En momentos que nuestra vieja madre sufre los nacionalismos populistas es hora de hacernos cargo de la responsabilidad histórica de mantener vivas las ideas de nuestra cultura.

Conclusión: para ser un verdadero nacionalista argentino tenemos que entender que nuestra raíz es ser republicanos, que nuestro patrimonio es universal y que la argentinidad, si no es una ficción o una máscara quimérica, surgirá naturalmente, estoy convencido, siguiendo aquella génesis humanista occidental.



[1] Reportaje de Eloy Martínez a Perón de Septiembre de 1971, disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=y8U38Df49nw

[2] BIDART CAMPOS, GERMÁN. Manual de la Constitución Reformada Tomo II, EDIAR, Buenos Aires, 2010, pág. 337.